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Manuel Cepeda: el falangista que le dio la espalda a Franco, gesto que siguieron sus camaradas.

HA MUERTO MANUEL CEPEDA

Ha muerto Manuel Cepeda, el que fuese Jefe de la Centuria XVI de Montañeros.

Esta unidad fue una de las encargadas de rendir honores a Franco al salir del funeral de José Antonio el 20 de noviembre de 1.957, estando a la espera en formación en la Lonja del Monasterio de El Escorial.


Al salir Franco del Monasterio e iniciar la revista de las unidades del exterior, Cepeda ordenó al banderín de su centuria dar media vuelta, y con él toda la Unidad (Compuesta por falangistas éxcombatientes de la División Azul y de la Guerra Civil) dando la espalda a Franco y saludando brazo en alto, acto que del mismo modo hicieron las centurias XVIII y la XX (Al mando de Diego Márquez).


Este tipo de desplantes a Franco eran sintomáticos del descontento de los falangistas con el régimen del Caudillo y su olvidadiza memoria para implantar el Estado nacionalsindicalista.


Desde el Grupo Nacional de Montaña Leones de Castilla, considerándonos continuadores de aquellas míticas Centurias de Montañeros (Aceptando no estar a la altura de quienes formaron aquellas Unidades) queremos rendir honores con estas breves líneas a un camarada íntegro y comprometido con sus ideas falangistas como fue el camarada Manuel Cepeda.

Camarada Manuel Cepeda ¡¡¡PRESENTE!!!
Si necesitas cualquier aclaración, puedes ponerte en contacto con nosotros en :zonadejuventud@gmail.com




A continuación expongo la intervención de uno de los hijos de Manuel Cepeda, Juanma Cepeda, en un comentario a un artículo sobre la muerte de su padre,  hecho en Agora Hispánica.

Juanma Cepeda on 20 abril, 2012 at 9:50

Antes que nada dar gracias a todas las personas, amigos y camaradas, por las muestras afectuosas que están realizando sobre la memoria de nuestro padre Manuel Cepeda.

El camarada Pepe Cabanas, ha contado una serie de anécdotas en relación con la actividad política de nuestro padre, y como quiera que según dice le flaquea la memoria, le recordamos brevemente alguna de las actuaciones más significativas de Manolo Cepeda.

Nuestro padre ingresó, dada su corta edad, en el SEU de antes de la guerra, en la sección de Bachillerato después de las elecciones de Febrero del 36, reuniéndose en diversas ocasiones con Alejandro Salazar, Jefe Nacional del SEU, en los jardines de la Plaza de Oriente. Durante la Guerra Civil colaboró con la Falange clandestina en Madrid.
Finalizada la Guerra Civil, y después de un enfrentamiento con militantes "juanitos" (jóvenes monárquicos seguidores de D. Juan, que paseaban los domingos por la Castellana luciendo en sus solapas una insignia de oro con la "J III"), y como consecuencia de arrebatar una pistola a un militar monárquico, fue admitido en la "Guardia de Franco" (organización del Movimiento Nacional, considerada entonces como la Vanguardia o Primera Línea de los falangistas), admisión excepcional, pues entonces solo se permitía el acceso a la Guardia, a ex combatientes, ex divisionarios, ex cautivos o camaradas de la “vieja guardia”.

Posteriormente, y dada su pasión por el alpinismo y el esquí, funda la Centuria de montañeros de la Guardia de Franco (Centuria XVI de Madrid), de la que fue jefe prácticamente durante toda su existencia.

La Centuria de montañeros, junto con la Centuria “Alejandro Salazar” (Centuria XX de la Guardia de Franco, integrada por militantes del SEU y mandada por Puente y Diego Márquez) y otra Centuria mandada por Mariano Vera, estaban consideradas como las más “politizadas” de toda la Guardia, y a título demostrativo Manolo Cepeda designó como jefe de formación política de los montañeros a Sigfredo Hillers de Luque, lo que nos da idea del carácter político y revolucionario de la Centuria.

No podemos olvidar que en aquel entonces la Guardia de Franco la mandaba, como Lugarteniente Nacional, Luís González Vicen (Jefe de milicias de la Falange de Valladolid, y héroe del “Alto de los Leones”, aunque Franco le ninguneara concediendo la Medalla Militar solamente a José Antonio Girón), y además Luís era Jefe del Servicio de Información, con una participación estelar en la lucha contra el “maquis”.

A mediados de los años 50, y comandados por González Vicen, empieza a surgir un movimiento dentro de la Guardia de Franco, de contestación directa al régimen del General Franco, al llegar al convencimiento de que a pesar de haber transcurrido más de 15 años desde el final de la Guerra Civil, los postulados revolucionarios de la Falange seguían “pendientes”, a pesar de la coreografía azul del régimen.

La Centuria de montañeros, además de su actividad deportiva, incidía en su vertiente político-revolucionaria, e incluso en Madrid se crearon “dobles Centurias” extraoficiales, con antiguos militantes de la CNT, especialmente del Metro de Madrid, dada la afinidad ideológica y los presupuestos sindicalistas revolucionarios (incluso el propio Girón, en su condición de Ministro de Trabajo, tuvo reuniones extraoficiales con trabajadores anarcosindicalistas, de la cuenca minera asturiana).

Como consecuencia del clima “caliente” que imperaba en la mayoría de los militantes de la Guardia de Franco, al ver cercenadas sus ansias revolucionarias el 20 de Noviembre de 1957, y después de que la Centuria de Montañeros trasladara a pie desde Madrid, como era costumbre, una corona de laurel para depositarla a los pies de la tumba de José Antonio en el Monasterio de El Escorial, y después de que finalizara la misa y acto oficial, cuando el General Franco procedía a pasar revista a todas las Centurias, tanto del Frente de Juventudes (formadas a la izquierda) como a las de la Guardia de Franco (formadas a la derecha), al llegar a la altura de la Centuria de Montañeros, Manuel Cepeda que se encontraba como Jefe al frente de la Centuria junto con el guión de la misma, se dio la media vuelta, en signo de desaprobación al Caudillo, dándose igualmente la media vuelta la mayoría de la Centuria.

En contra de lo que se ha contado, Manuel Cepeda no dio orden de media vuelta en voz alta, para que su gesto no comprometiera a sus camaradas, y a pesar de ello prácticamente la totalidad de la Centuria siguió su ejemplo, no siendo cierto que saludaran brazo en alto al darse la media vuelta.

Igualmente, otros camaradas que estaban encuadrados en otras Centurias, imitaron su gesto, especialmente los de la Centuria “Alejandro Salazar”, así como camaradas tanto del Frente de Juventudes como de la Guardia de Franco, que sin estar formados, asistían al acto.

Como consecuencia de estos hechos, como era inevitable miembros de la Policía política del régimen se presentaron en el domicilio de Manuel Cepeda, avisándole de que no solo tenían orden de seguirle a todos los sitios, sino que además a la próxima “tontería”, tenían guardada para él una orden judicial de destierro y confinamiento a Villa Cisneros. (CONTINUARÁ)

Una historia de guerra. de Arturo Pérez-Reverte

Una historia de guerra  en el XLSemanal - 13/9/2010



Alguien escribió en cierta ocasión que si una historia de guerra parece moral, no debe creerse. Y alguna vez lo repetí yo mismo. Pero eso no es del todo verdad. O no siempre. Como todas las cosas en la vida, la moralidad de una historia depende siempre de los hombres que la protagonizan, y de quienes la cuentan. Ésta de hoy es una historia de guerra, y quiero contársela a ustedes tal como algunos amigos míos me han pedido que lo haga. La moralidad la aportan ellos. Yo me limito a ponerle letras, puntos y comas.



Base de Mazar Sharif, Afganistán. Cinco guardias civiles, de comandante a sargento, perdidos en el pudridero del mundo, formando a la policía afgana. Cinco guardias de veintidós llegados hace cinco meses y medio, desperdigados por una geografía hostil y cruel, en misión de alto riesgo, en una guerra a la que en España ningún Gobierno llamó guerra hasta hace cuatro días. Los cinco de Mazar Sharif, como el resto, eran gente acuchillada, porque lo da el oficio. Sabían desde el principio que a la Guardia Civil nunca se la llama para nada bueno. Y menos en Afganistán. Si lo que iban a hacer allí fuera fácil, seguro, cómodo o bien pagado, otros habrían ido en vez de ellos. Aun así, lo hicieron lo mejor que podían. Que era mucho. Atrincherados en una base con americanos, franceses, holandeses y polacos, vivían con el dedo en el gatillo, como en los antiguos fuertes de territorio indio. Igual que en los relatos de Kipling, pero sin romanticismo imperial ninguno. Sólo frío, calor, insolaciones, sueño, enfermedades, soledad. Peligro. Los únicos cinco españoles de la base, de la provincia y de todo el norte de Afganistán.



Ellos y sus compañeros habían llegado a la misión tarde y mal, aunque ésa es otra historia. Que la cuenten quienes deben contarla. Aun así, con la resignada disciplina casi suicida que caracteriza al guardia civil, se pusieron al tajo. Como era de esperar, no encontraron la mesa puesta. Quien estuvo por esos mundos con militares norteamericanos, holandeses y franceses, sabe de qué van las cosas. Sobre todo con los norteamericanos, que tienen a Dios sentado en el hombro como los piratas llevan el loro. Para hacerse un hueco entre sus aliados, distantes y despectivos al principio, no hubo otra que la vieja receta de Picolandia: aprender rápido, trabajar más que nadie, no quejarse nunca y ser voluntarios para todo. Y por supuesto, tragar mierda hasta reventar. Y así, a base de orgullo y de constancia, poco a poco, los cinco hombres perdidos en Mazar Sharif se hicieron respetar.



Un triste día se enteraron de la muerte de sus dos compañeros en Qualinao. De la pérdida de dos guardias civiles de aquellos veintidós que llegaron hace medio año, y de su intérprete. Y pensaron que el mejor homenaje que podían hacerles era que la bandera norteamericana que ondea en la base fuese sustituida, aquel día, por la española a media asta. Eso no se hace allí nunca, aunque a diario hay norteamericanos muertos, los franceses sufrieron numerosas bajas, y también caen holandeses y polacos. Así que el jefe de los guardias civiles, el comandante Rafael, fue a pedir permiso al jefe norteamericano. Accedió éste, aunque extrañado por la petición. Saliendo del despacho, el guardia civil se encontró con el jefe del contingente francés, quien dijo que a él y a sus hombres les parecía bien lo de la bandera. En ésas apareció otro norteamericano, el mayor James, que nunca se distinguió por su simpatía ni por su aprecio a los españoles, y con el que más de una vez hubo broncas. Preguntó James si los muertos de Qualinao eran guardias civiles como ellos, y luego se fue sin más comentarios.



A las ocho de la tarde, cuando fuera de los barracones apenas había vida, los cinco guardias se dirigieron a donde estaba la bandera. Formaron en silencio, solos en la explanada, cinco españoles en el culo del mundo: Rafael, Óscar, Rafa, Jesús y José. Cuando se disponían a arriar la enseña, apareció el teniente coronel francés con sus cuarenta gendarmes, que sin decir palabra formaron junto a ellos. Luego llegaron el mayor James, el teniente Williams y veinte marines norteamericanos. Y también los polacos y los holandeses. Hasta el pequeño grupo de Dyncorp, la empresa de seguridad privada americana destacada en Mazar Sharif, hizo acto de presencia. Todos se cuadraron en silencio alrededor de los cinco españoles, que para ese momento apretaban los dientes, firmes y con un nudo en la garganta. Y entonces, sin himnos, cornetas, autoridades ni protocolo, el capitán Rafa y el sargento José arriaron despacio la bandera. Una historia de guerra nunca es moral, como dije antes. Si lo parece, no debemos creerla. Pero a veces resulta cierta. Entonces alienta la virtud y mejora a los hombres. Por eso la he contado hoy.


Machacando las Almendras

Una tumba en Dinamarca de Arturo Pérez-Reverte.


Una tumba en Dinamarca.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 17 de Enero de 2010.


Desde hace doscientos dos años, en un lugar perdido de la costa danesa frente a la isla de Fionia, donde siempre llueve y hace frío, hay una tumba solitaria. Tiene una cruz y dos sables cruzados sobre una lápida, y está pegada al muro del cementerio de San Canuto, en Fredericia. De vez en cuando aparece encima un ramo de flores; y a veces ese ramo lleva una cinta roja y amarilla. Esto puede llamar, tal vez, la atención de quien pase por allí sin conocer la historia del hombre que yace en esa tumba. Por eso quiero contársela hoy a ustedes.






Se llamaba Antonio Costa, y en 1808 era capitán del 5.º escuadrón del regimiento del Algarbe: uno de los 15.000 soldados de la división del marqués de la Romana enviados a Dinamarca cuando España todavía era aliada de Napoleón. Después del combate de Stralsund, la división había pasado el invierno dispersa por la costa de Jutlandia y las islas del Báltico. Al llegar noticias de la sublevación del 2 de Mayo y el comienzo de la insurrección contra los franceses, jefes y tropa emprendieron una de las más espectaculares evasiones de la Historia. Tras comunicar en secreto con buques ingleses para que los trajesen a España, los regimientos se pusieron en marcha eludiendo la vigilancia de franceses y daneses. Por caminos secundarios, marchando de noche y de isla en isla, acudieron a los puntos de concentración establecidos para el embarque final. Unos lo consiguieron, y otros no. Algunos fueron apresados por el camino. Otros, como los jinetes del regimiento de Almansa, recibieron en Nyborg la orden de sacrificar sus caballos, que no podían llevar consigo; pero se negaron a ello, les quitaron las sillas y los dejaron sueltos: medio millar de animales galopando libres por las playas. En Taasing, viéndose perseguidos por los franceses y cortado el paso por un brazo de mar que los separaba de la isla donde debían embarcar, algunos del regimiento de caballería de Villaviciosa cruzaron a nado, agarrados a las sillas y crines de sus caballos. De ese modo, cada uno como pudo, aquellos soldados perdidos en tierra enemiga fueron llegando a Langeland, y 9.190 hombres –sólo unos pocos menos que los Diez Mil de Jenofonte– alcanzaron los buques ingleses que los condujeron a España; donde, tras un azaroso viaje, se unieron a la lucha contra los gabachos. 


Como dije antes, no todos pudieron salvarse: 5.175 de ellos quedaron atrás, en manos de los franceses. Algunos terminarían alistados forzosos en el ejército imperial, en la terrible campaña de Rusia –a ellos dediqué hace diecisiete años la novelita La sombra del águila–. Otros se pudrieron en campos de prisioneros, o quedaron para siempre bajo tres palmos de tierra danesa. El capitán Antonio Costa fue uno de ésos. A causa de la indecisión de sus jefes, el regimiento de caballería del Algarbe perdió un tiempo precioso en emprender su fuga hacia la isla de Fionia, donde debían embarcar. Por fin, cuando Costa, un humilde y duro capitán, tomó el mando por propia iniciativa, desobedeció a sus superiores y se llevó a los soldados con él, ya era demasiado tarde. En la misma playa, casi a punto de conseguirlo, el regimiento fugitivo vio bloqueado el paso por el ejército francés, con los daneses cortando la retirada. Furioso, el mariscal Bernadotte exigió la rendición incondicional, manifestando su intención de fusilar a los oficiales y diezmar a la tropa. Entonces el capitán Costa avanzó a caballo hasta los franceses y se declaró único responsable de todo, pidiendo respeto para sus soldados. Luego, no queriendo entregar la espada ni dar lugar a sospechas de que había engañado o vendido al regimiento llevándolo a una trampa, se volvió hacia sus hombres, gritó «¡Recuerdos a España de Antonio Costa!» y se pegó un tiro en la cabeza.

Así que ya lo saben. Ésta es la historia de esa lápida pegada al muro del cementerio de San Canuto, en Fredericia, Dinamarca. La tumba solitaria de uno que quiso volver y pelear por su patria y su gente. Reconozco que eso no suena políticamente correcto, claro: pelear. Esa palabra chirría. Tan fascista. Nuestra ministra de Defensa habría criticado, supongo, la intransigencia dialogante del tal Costa –maneras autoritarias y poco buen rollito, misión que no era estrictamente de paz, gatillo fácil–; y monseñor Rouco, nuestro simpático pastor de ovejas, su falta de respeto a la vida humana, empezando por la propia, incluido un serio debate sobre si, como suicida, tenía derecho a yacer en tierra consagrada, o no lo tenía –igual hasta era partidario del aborto, el malandrín–. Lo mío es más simple: el capitán Costa me cae de puta madre. Su tumba solitaria me suscita un puntito de ternura melancólica. Ese cementerio lejano, frente a un mar gris y extranjero. Por eso hoy les cuento su vieja, olvidada historia. Por si alguna vez se dejan caer por allí, o están de paso por las islas del Norte y les apetece echar un vistazo. A lo mejor hasta tienen unas flores a mano.

Machacando las Almendras